Tenía
Xan López merecida fama de ser uno de los mejores cazadores nunca vistos.
Pocas eran las piezas que no sucumbían a su formidable puntería: veloces
corzos, feroces jabalíes y esquivas perdices poblaban siempre su bien
surtida canana.
Se comenta que yendo en una ocasión con otros cazadores localizaron, en
la vertiente opuesta de un angosto valle, un corzo. Quiso dispararle
Xan, pero sus compañeros lo desanimaron por temor a que errara el tiro.
Ya de regreso por el mismo camino con un jabalí al hombro, reprochó Xan a
sus compañeros la de confianza que con él habían demostrado, y les
acusó de ser los responsables de que el corzo no hiciera compañía a la
pieza cobrada.
La pequeña discusión se saldó con una apuesta. Cruzó uno a la ladera
contraria y colocó una bola de nieve en una peña cercana al lugar en
donde el corzo había estado apostado. Echó Xan el arma al hombro y un
disparo seco rasgó el aire puro y gélido del atardecer invernal: en el
abesedo la bola de nieve había sido pulverizada.
–¿ Veis cómo no se hubiera escapado el corzo?-exclamó Xan complacido por la demostración que acababa de realizar.
Tiempo después partió en solitario hacia
el Crespo, zona limítrofe con
los montes de Villar. Allí descubrió, saliendo de la espesura de un
robledal en dirección a una pequeña braña, a un hermoso jabalí que se
disponía, seguramente, a abrevar en el nacimiento de la fuente.
Tomó posiciones, y cuando lo hubo tenido en el punto de mira apretó el
gatillo; el animal se retorció violentamente gruñendo y ante la mirada
atónita de Xan, se internó de nuevo en el bosque. ¡No podía creer que
hubiera fallado! Acercándose a la braña comprobó que la hierba y el
matorral de carquesía y urces estaba salpicado de sangre. Y aunque
siguió el rastro durante cierto tiempo, al final terminó por abandonar
la búsqueda.
Poco después, el jabalí, herido de muerte como estaba, fue a entregarse
mansamente a manos de unos vilaregos que venían a regar unos prados.
Después de poner el animal a buen recaudo, y suponiendo que era obra de
Xan, tramaron darle un buen escarmiento.
Llegados a este punto de la narración hay que advertir al lector que
entre vilaregos y teixaregos habían existido en el pasado desavenencias y
encontronazos ocasionados por problemas de límites de montes. Aquí
aparece nuestro personaje que, sin imaginarlo siquiera, se convertiría
en el blanco de las iras de estos hombres, en la víctima propiciatoria
con la que aplacar la envidia y la rivalidad cultivada durante largo
tiempo, y que acabaría por desatar sus más bajos instintos.
Cuentan que uno marchó a
Villar en busca de un arma y al regresar, los
tres juntos, se echaron monte arriba en busca de Xan, mientras éste,
ajeno a todo lo que se estaba urdiendo, continuaba en busca de caza por
esa zona motivo de desencuentros.
No tardaron en localizarlo y en confirmar que se trataba del enemigo
largamente buscado. Se acercaron cautelosamente a él, y como si de una
presa se tratara, lo abatieron. Sintió Xan que sus piernas eran
atravesadas por cuerpos incandescentes y, sin apoyo, se desmoronó como
un fardo. A los tres les faltó tiempo para emprender la huida.
El herido, viendo que su cuerpo se vaciaba de sangre, ora arrastrándose
ora dando tumbos, se precipitó ladera abajo. Rodó por senderos, se
deshizo por entre la maleza y , por el cauce de un riachuelo seco, llegó
lívido a las proximidades del
Puente de Trabado. “Fueron los de Vilar”
confesó moribundo al único testigo: su perro. Poco después fallecía.
El animal veló el cadáver largo tiempo, mas al ver que nadie acudía, y
puede que obligado por el hambre, se presentó un día en el pueblo
transido de necesidad, y condujo posteriormente a quienes quisieron
seguirlo hasta su amo.
Si bien fueron hechas las denuncias y se instruyó el correspondiente
sumario, al carecer de testigos (el muerto no hablaba y el perro
tampoco) , jamás el suceso se llegó a esclarecer.
El acontecimiento estaba ya casi olvidado cuando los autores, libres de
toda sospecha, bajaban una noche por una sierra desafiando al destino
con burlas acerca del luctuoso suceso.
–¿No recordáis, hombres, a Xan López? – Exclamó uno entre risas¬—Tal vez continúe todavía cazando por el Xácamo.
–Buen pasaje le dimos—manifestó el otro
–. ¡Cuánta caza nos robaba!
–¿Qué os parece? ¿Llamamos a Xan López a ver si responde?—
siguió el
primero en su delirio irreverente-. Y a continuación se puso a gritar:
–Xan López, ¿no tienes un corzo contigo?- y así dos veces más, hasta que
una voz los dejó clavados en el suelo.
–¿Qué le queréis, hombres?, ¿qué le queréis? ¡ Venid aquí si es que os atrevéis!
Sin mediar palabra alguna, y tras intercambiar aterradas miradas,
huyeron por donde el momento de desorientación se lo permitió. Cuando al
final se presentaron en el pueblo, iban sin habla y con semblante
cadavérico. Uno cayó enfermo y poco más tarde falleció a consecuencia
del susto. Los otros dos dicen que una misteriosa maldición fue
consumiéndolos.
Aquí podría terminar el relato y que cada lector hiciese sus propias
conjeturas acerca de la misteriosa aparición. Pero como mi informante
podría achacarme que el episodio queda inconcluso, y algún lector podría
quedar con la sensación de haber recorrido un camino que desaparece de
súbito, ahí va el final.
El espíritu errante de
Xan López no era sino un teixarego que, en aquel
momento, andaba escondido porfiando con otros para hacerse con el agua
con la que regar un prado, y que, conocedor de los tristes sucesos,
quiso castigar la osadía de los vilaregos y a fe que lo consiguió.
El teixarego guardó celosamente el secreto, y sólo después de mucho
tiempo, cuando ya era viejo, se fueron conociendo los hechos.
Hoy, el paraje en el que el teixarego fue herido se le conoce como la mata de Xan López