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sábado, 20 de septiembre de 2014

Leyenda de Xan López


Leyenda de Xan Lopez

Tenía Xan López merecida fama de ser uno de los mejores cazadores nunca vistos.
Pocas eran las piezas que no sucumbían a su formidable puntería: veloces corzos, feroces jabalíes y esquivas perdices poblaban siempre su bien surtida canana.
Se comenta que yendo en una ocasión con otros cazadores localizaron, en la vertiente opuesta de un angosto valle, un corzo. Quiso dispararle Xan, pero sus compañeros lo desanimaron por temor a que errara el tiro. Ya de regreso por el mismo camino con un jabalí al hombro, reprochó Xan a sus compañeros la de confianza que con él habían demostrado, y les acusó de ser los responsables de que el corzo no hiciera compañía a la pieza cobrada.

La pequeña discusión se saldó con una apuesta. Cruzó uno a la ladera contraria y colocó una bola de nieve en una peña cercana al lugar en donde el corzo había estado apostado. Echó Xan el arma  al hombro y un disparo seco rasgó el aire puro y gélido del atardecer invernal: en el abesedo la bola de nieve había sido pulverizada.

–¿ Veis cómo no se hubiera escapado el corzo?-exclamó Xan complacido por la demostración que acababa de realizar.

Tiempo después partió en solitario hacia el Crespo, zona limítrofe con los montes de Villar. Allí descubrió, saliendo de la espesura de un robledal en dirección a una pequeña braña, a un hermoso jabalí que se disponía, seguramente, a abrevar en el nacimiento de la fuente.
Tomó posiciones, y cuando lo hubo tenido en el punto de mira apretó el gatillo; el animal se retorció violentamente gruñendo y  ante la mirada atónita de Xan, se internó de nuevo en el bosque. ¡No podía creer que hubiera fallado! Acercándose a la braña comprobó que la hierba y el matorral de carquesía y urces estaba salpicado de sangre. Y aunque siguió el rastro durante cierto tiempo, al final terminó por abandonar la búsqueda.

Poco después, el jabalí, herido de muerte como estaba, fue a entregarse mansamente a manos de unos vilaregos que venían a regar unos prados. Después de poner el animal a buen recaudo, y suponiendo que era obra de Xan, tramaron darle un buen escarmiento.

Llegados a este punto de la narración hay que advertir al lector que entre vilaregos y teixaregos habían existido en el pasado desavenencias y encontronazos ocasionados por problemas de límites de montes. Aquí aparece nuestro personaje que, sin imaginarlo siquiera, se convertiría en el blanco de las iras de estos hombres, en la víctima propiciatoria con la que aplacar la envidia y la rivalidad cultivada durante largo tiempo, y que acabaría por desatar sus más bajos instintos.

Cuentan que uno marchó a Villar en busca de un arma y al regresar, los tres juntos, se echaron monte arriba en busca de Xan, mientras éste, ajeno a todo lo que se estaba urdiendo, continuaba en busca de caza por esa zona motivo de desencuentros.

No tardaron en localizarlo y en confirmar que se trataba del enemigo largamente buscado. Se acercaron cautelosamente a él, y  como si de una presa se tratara, lo abatieron. Sintió Xan que sus piernas eran atravesadas por cuerpos incandescentes y, sin apoyo, se desmoronó como un fardo. A los tres les faltó tiempo para emprender la huida.

El herido, viendo que su cuerpo se vaciaba de sangre, ora arrastrándose ora dando tumbos, se precipitó ladera abajo. Rodó por senderos, se deshizo por entre la maleza y , por el cauce de un riachuelo seco, llegó lívido a las proximidades del Puente de Trabado. “Fueron los de Vilar” confesó moribundo al único testigo: su perro. Poco después fallecía.

El animal veló el cadáver largo tiempo, mas al ver que nadie acudía, y puede que obligado por el hambre, se presentó un día en el pueblo transido de necesidad, y condujo posteriormente a quienes quisieron seguirlo hasta su amo.

Si bien fueron hechas las denuncias y se instruyó el correspondiente sumario, al carecer de testigos  (el muerto no hablaba y el perro tampoco) , jamás el suceso se llegó a esclarecer.
El acontecimiento estaba ya casi olvidado cuando los autores, libres de toda sospecha, bajaban una noche por una sierra desafiando al destino con burlas acerca del luctuoso suceso.

–¿No recordáis, hombres, a Xan López? – Exclamó uno entre risas¬—Tal vez continúe todavía cazando por el Xácamo.

–Buen pasaje le dimos—manifestó el otro
 –. ¡Cuánta caza nos robaba!
 –¿Qué os parece? ¿Llamamos a Xan López a ver si responde?—
siguió el primero en su delirio irreverente-. Y a continuación se puso a gritar:

 –Xan López, ¿no tienes un corzo contigo?- y así dos veces más, hasta que una voz los dejó clavados en el suelo.

–¿Qué le queréis, hombres?, ¿qué le queréis? ¡ Venid aquí si es que os atrevéis!

Sin mediar palabra alguna, y tras intercambiar aterradas miradas, huyeron por donde el momento de desorientación se lo permitió. Cuando al final se presentaron en el pueblo, iban sin habla y con semblante cadavérico. Uno cayó enfermo y poco más tarde falleció a consecuencia del susto. Los otros dos dicen que una misteriosa maldición fue consumiéndolos.

Aquí podría terminar el relato y que cada lector hiciese sus propias conjeturas acerca de la misteriosa aparición. Pero como mi informante podría achacarme que el episodio queda inconcluso, y algún lector podría quedar con la sensación de haber recorrido un camino que desaparece de súbito, ahí va el final.

El espíritu errante de Xan López no era sino un teixarego que, en aquel momento, andaba escondido porfiando con otros para hacerse con el agua con la que regar un prado, y que, conocedor de los tristes sucesos, quiso castigar la osadía de los vilaregos y a fe que lo consiguió.

El teixarego guardó celosamente el secreto, y sólo después de mucho tiempo, cuando ya era viejo, se fueron conociendo los hechos.

Hoy, el paraje en el que el teixarego fue herido se le conoce como la mata de Xan López